miércoles, 11 de agosto de 2010

Había una vez, en una pequeña ciudad, vivía un artista llamado Feng (viento). En la misma ciudad, vagabundeaba una muchacha llamada Fei (aire).
Un buen día, Fei encontró un lápiz de color en lo más alto de un edificio. Curioseando, se sentó en el borde de dicha construcción y agitando sus pies energicamente, sus zapatitos se cayeron. Causa del destino, cayó sobre Feng, que extrañado, subió al tejado para devolver los zapatos a su dueña.
Feng era el dueño de ese lápiz. Anteriormente había estado dibujando sus sentimientos en aquel mismo lugar y el lápiz del destino quiso salir de su escondite para encontrar la verdadera propietaria del corazón de su dueño. Se conocieron y entablaron una hermosa relación de amistad.

Fei se enamoró de Feng. Pero el corazón de Feng estaba mancillado del amor destructivo de Hua (flor) y con una venda de los ojos, no conseguía ver otro amor floreciente. Fei, a pesar de todo, quiso ayudar a Feng de todas las maneras. A pesar de que no podía ser suyo, quería hacerlo feliz. Muy feliz. A costa de su propia felicidad.

Pasaron los meses y Hua le rompió el corazón a Feng. Feng se quiso morir y no pudo aceptarlo. Quiso desaparecer del mundo, por qué su vida no tenía sentido si Hua no estaba en él. La belleza de una flor siempre es engañosa pues cuando menos imaginas, destapa sus garras del egoísmo para destripar el corazón a pesar de su imagen inocente e ingenua. Pero allí estaba Fei, apoyandolo, cuidandolo, dando su apoyo, su cariño y... su amor. Pero Feng no se dió cuenta. Estaba cegado por el aroma y el amor superficial de Hua y desesperado, huyó. Fei, sin poder abandonarlo en la oscuridad, fue a su rescate. Lo buscó en tierra y cielo. En todos los lugares del mundo y lo encontró, escondido del mundo con rabia y odio. Fei intentó con toda su alma curar esa herida tan profunda y la llenó de aguas dulces. Y Feng se recuperó. Volvió a la ilusión de antaño y su vida se lleno de color, de esperanza, de alegría.
Pero ya era demasiado tarde. Fei cayó enferma terminal y poco le quedaba. Abandonada la idea de que Feng se enamorara de ella, su declaración le fue un flechazo de dolor al centro de la diana. No podían amarse, ahora no. Debía cortar la raíz ahora que estaba a tiempo, ahora que el amor de Feng hacia ella no era tan grandioso. No podía hacerle de nuevo daño. No podía abrirle de nuevo la herida que aún cicatrizaba. Se marchó sin despedirse lejos. Feng, desolado, quiso renunciar pero en sus sueños, aquel ángel no paraba de llamarle. Tenía que encontrarla. Esta vez no podía ser tan egoísta. Esta vez se tenía que preocupar él por ella. Esta vez tenía que ser él quien le protegiera, quien le cuidara, quien le diera todo el amor que perdido se creía. Debía hacerla feliz los pocos días que le quedaban.
Ay pequeña, mi pequeña, ¿dónde te has metido? Ven hacia mis brazos que se encuentran abiertos para recibirte y ofrecerte toda mi calidez.
Día y noche. Sin descanso. Feng encontró a Fei. Fei ya no era la misma de antes. Había perdido visión, oído y tacto. La memoria le fallaba y a veces no sabía quien era Feng. Sus piernas dejaron de funcionarle y sus manos no le obedecían. Su corazón latía cada vez más lento.
Bum, bum, bum. ¿Lo oyes? Late por ti, Feng, te está llamando...
A Feng no le preocupaba eso, le bastaba poder abrazar a su Fei y estar con ella, compartiendo sus últimos días y haciendola feliz. Y llegó ese día, el día en que pudo cumplir su deseo: Feng se casó con Fei.
Al día siguiente, marcharon al pueblo místico que tantó deseó ir Fei. Un pueblo donde predominaba la armonía, la paz, la frescura, lo celestial... En el regazo de Feng, feliz por haber cumplido todos sus deseos, le dedicó su última sonrisa y se dieron el último beso. El corazoncito de Fei dejó de latir al son del corazón de Feng. Su piel se volvió palida y su cuerpo helado como los témpanos. Fei había muerto, en los brazos de Feng.

Y el último beso selló un amor eterno. Por que el viento no puede existir sin el aire.

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